Época: Segunda Mitad II Mil
Inicio: Año 1500 A. C.
Fin: Año 1085 D.C.

Antecedente:
Imperio Nuevo Egipto



Comentario

La restauración política tras la expulsión de los hicsos pretendió ser un regreso al pasado en todos los sentidos. Sin embargo, la realidad de los nuevos tiempos se había impuesto, de manera que las tendencias hacia el arcaísmo no son más que una máscara que oculta las transformaciones. Estas habían de quedar integradas ideológicamente de forma que no entraran en conflicto con el orden histórico. La ruptura amárnica se realiza contra este procedimiento y por ello será objeto de damnatio memoriae por parte de los ramésidas. Por el contrario, la reforma administrativa que se opera desde comienzos del imperio se articula correctamente integrada en los principios de la ideología dominante, de modo que no se percibe como una ruptura intolerable con el pasado, sino como continuidad -sólo en lo imaginario y simbólico- y perpetuación del orden faraónico, sobre todo frente a lo extranjero; esa fue precisamente la gran tarea estabilizadora del sincretismo entre Amón y Ra, que discurrirá en beneficio del clero tebano. Sin embargo, no deja de ser paradójico que la dinastía XX cuente entre los altos dignatarios con un volumen de extranjeros nada desdeñable, cuya integración en el aparato no ha provocado, aparentemente, conflicto. Sin duda, la experiencia imperial de las dinastías XVIII y XIX había alterado profundamente la percepción de la realidad, como para permitir la participación de extranjeros procedentes de los territorios sometidos en las tareas burocráticas del estado. Qué lejos habían quedado los tiempos de los hicsos.
Por consiguiente, la obra de Ahmosis y sus sucesores es la de recomponer la autoridad centralizada del faraón en una dimensión completamente nueva, pero dando la impresión de continuidad perfecta con el pasado. De él destaca sobremanera el carácter guerrero del monarca que ahora adquiere una nueva dimensión como consecuencia de la conquista de los territorios asiáticos. Precisamente la administración y control de este nuevo espacio por el faraón propicia el incremento de poder y autonomía del visir en los asuntos propiamente internos, frente a la prácticamente desaparecida nobleza territorial. La importancia del visir ha ido aumentando desde el Reino Antiguo en virtud de la ampliación de las tareas que le son encomendadas. Un texto titulado: "Protocolo de la Audiencia del director de la Ciudad, Visir de la Ciudad del Sur y de la Residencia, en el despacho del Visir", constituye el documento más completo sobre las funciones del visir en el Imperio Nuevo. A él le corresponde la gestión de la mano de obra, del patrimonio real y nacional, el ejercicio de la justicia suprema, percepción de los impuestos, control de los archivos, designación de magistrados, etc. Es, en realidad, el brazo derecho del monarca, o sus dos brazos, ya que al menos temporalmente está atestiguada la coexistencia de dos visires, uno en Tebas, que continúa siendo la capital oficial del estado, y otro en Menfis; no obstante, el peso administrativo va oscilando hacia el norte, como demuestra definitivamente el establecimiento de Pi-Ramsés en el Delta.

Al mismo tiempo, el clero se ha convertido en otro puntal básico de la continuidad política. Los grandes sacerdotes tebanos juegan un papel decisivo en los momentos delicados y no necesariamente como fuerzas centrífugas, aunque esa sea su caracterización a finales de la XX dinastía. En realidad, la buena armonía entre el faraón, que mantiene sus implicaciones sobrenaturales, el visir y el gran sacerdote facilitan el equilibrio político, garantizado en muchas ocasiones por las relaciones de parentesco de quienes ocupan tales magistraturas. No obstante, en ocasiones surgen fricciones, muchas de ellas ni siquiera documentadas, como es el caso del reinado de Tutmosis IV. Posiblemente la ruptura del equilibrio en ese reinado es el punto de partida inmediato de la crisis amárnica. La importancia del clero tebano se debe a la progresiva donación de bienes raíces por parte de los faraones. El Papiro Wilbour, una especie de catastro para la contribución fiscal de la época de Ramsés V, señala que un tercio de la tierra productiva de Egipto es dominio de Amón. El control social que le es permitido realizar en tales condiciones está fuera de discusión; sin embargo, su situación, como parte integrante de la Casa Real, lo mantiene en la esfera funcionarial.

El volumen de funcionarios se ha incrementado porcentualmente de un modo extraordinario. Colectivamente considerados constituyen la Casa Real, integrada por burócratas, soldados, clero, artesanado y campesinos dependientes, llamados esclavos del rey. Los funcionarios sensu stricto alcanzan un tercio del volumen total de la Casa Real. Su presencia conlleva la utilización de un potencial laboral en tareas no productivas, alimentado a expensas del estado, como los trabajadores empleados en la construcción de monumentos, cuya comparación con los de épocas anteriores es imposible de realizar. No obstante, parece que la munificencia regia supera cualquier situación precedente. Al mismo tiempo, la corrupción se generaliza, según puede deducirse de datos directos e indirectos. Podríamos destacar el turbio asunto de los sacerdotes de Khnum en Elefantina, durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés V, que actuaban como una cuadrilla de delincuentes. El verdadero alcance de la noticia es difícil de determinar, pues según algunos autores es lo insólito de la práctica lo que la da a conocer; pero en realidad se puede argüir que se dio a conocer el caso de Elefantina porque fue castigado, no porque fuera infrecuente. Entre los datos indirectos destacan las referencias continuas -innecesarias de no ser familiar la conducta contraria- al buen quehacer de muchos funcionarios en las biografías de sus tumbas, o las instrucciones reales a los visires. Pero las referencias evergéticas de particulares también son síntoma de la depauperación de sectores sociales silenciados por la naturaleza de la documentación que poseemos para la reconstrucción histórica. Sin duda, la tensión hubo de ser más profunda y duradera de lo que permiten entrever las fuentes; por ello, la persistente presencia de Seth en el imaginario egipcio podría ser interpretada como la proyección sobrenatural de los conflictos sociales.

Ignoramos en qué medida pudo haberse visto incrementada la población, pues se nos escapa el conocimiento sobre las variaciones demográficas; en cualquier caso, se ha calculado que el total de habitantes podía oscilar entre los tres y los cuatro millones y medio. En su mayor parte estaban dedicados a la producción agrícola, trabajando el campo en distintas situaciones jurídicas y laborales. Otros muchos se dedicaban a funciones elementales, como la ganadería, la minería o el trabajo en las canteras, estas dos últimas actividades, por cierto, eran monopolio real según documenta Sethi I en las inscripciones del templo de Redesiye (Wadi Mia), puesto que garantizaban la proyección indeleble del faraón a través de sus obras monumentales. Los gastos que éstas generan son afrontados mediante el patrimonio regio, por lo que éste debe estar bien saneado y para ello es imprescindible una distinción, incluso grosera, entre el tesoro público y el patrimonio faraónico. Los monopolios de la corona se ven incrementados por otra fuente adicional de riqueza de primera magnitud que es la que procede de la actividad comercial. La existencia de mercaderes particulares está documentada, pero la mayor parte del intercambio, sobre todo el de gran alcance, está en manos del estado; se trata de un comercio organizado y dirigido por la administración en virtud de las necesidades específicas, coyunturales o estructurales, cuya materialización se realiza como intercambio de regalos entre cortes. En este mismo capítulo de ingresos podríamos mencionar los beneficios obtenidos a través de las campañas militares, que tienen entre sus objetivos garantizar el abastecimiento o sanear el tesoro.

Sin embargo, la fuente de riquezas con periodicidad garantizada para el sustento del sistema es la producción agrícola. En principio, el rey es teóricamente propietario de la totalidad del suelo y, en consecuencia, puede alienarlo en beneficio de alguien a quien quiera favorecer o gratificar. El proceso de privatización del suelo ha sido destacado desde el Reino Antiguo y su progresivo incremento ha ido modificando paulatinamente la estructura del trabajo agrícola. Aunque la servidumbre territorial -el campesino está ineludiblemente adscrito al suelo- se mantiene como sistema prioritario, las formas de dependencia se han hecho más complejas, como se pone de manifiesto, por ejemplo, en las distintas modalidades de organización comunitaria. En la tumba del visir Rekhmiré, de la época de Tutmosis III, se conserva una lista fiscal de poblaciones, quizá la más antigua, por medio de la cual se nos hace saber quiénes habían de satisfacer los impuestos ante la oficina del visir. Y menciona, en razón del tipo de hábitat, al alcalde, a los gobernadores de las propiedades, a los transportistas de los nomos, a los miembros de las asambleas rurales. Es posible que estos últimos correspondan a las comunidades de aldea, que hubieran mantenido una autonomía sobre sus tierras comunitarias, a cambio de una contribución fiscal; de hecho se documenta también la existencia de esclavos comunitarios, lo que da una dimensión completamente nueva a la propiedad pública. Pero en realidad desconocemos hasta qué punto estuvieron presentes en la estructura económica del Imperio estas comunidades que alteran la imagen de homogénea dependencia conocida y aceptada para Egipto.

El campesino sigue estando obligado a prestar un servicio al estado, corvea, sistema de sobreexplotación, tan arraigado que en las tumbas aparecen estatuillas sustitutorias, los ushebti, con el encargo de hacer los trabajos obligados en lugar del difunto en la otra vida. Ya en el "Libro de Los Muertos" puede leerse: "Fórmula para hacer que un ushebti ejecute los trabajos que le corresponden a uno en el reino de los muertos...". Esta pesada carga adicional debió de contribuir considerablemente en el incremento de la población que abandona su lugar de trabajo para buscar fortuna en actividades marginales. Sin duda, decretos como el de Horemheb, que tenían como finalidad corregir abusos administrativos, fueron insuficientes para eliminar el conflicto social. De hecho, a finales del Imperio, el "Relato de Uermai" expresa con claridad cómo la arbitrariedad del poderoso es norma en la vida cotidiana.

Pero el Imperio Nuevo es también muy rico en información sobre otras actividades profesionales, gracias a la multiplicación de los documentos administrativos y la copiosidad arqueológica de poblados obreros como Deir el-Medina. A partir de Horemheb, poseemos una fuente adicional en la institución de la Tumba Real, conjunto de trabajadores destinados a preparar las tumbas reales. Estos operarios, que trabajan por cuenta del estado, aparecen frecuentemente actuando por cuenta propia, lo que les permite obtener un beneficio no controlado por el fisco, aunque es de sobra conocido, pues los emplean los propios representantes del estado que teóricamente son sus custodios. La información que tenemos para el estudio del artesanado es abundante y proporciona una imagen extraordinariamente compleja de su funcionamiento.

Sería erróneo considerar la sociedad egipcia como una sociedad de castas, ya que la permeabilidad social está lo suficientemente bien atestiguada como para afirmar que la posición social por nacimiento no es irreversible (lo cual es bien distinto a creer que cualquiera puede promocionarse). En realidad, la sociedad se articula en corporaciones profesionales, sobradamente documentadas, como pone de manifiesto la repetición del ideario de la "Sátira de los oficios", en la que no se hacía mención del soldado. Ahora se corrige tal ausencia, que parece más bien una complacencia del escriba, pues muchos soldados quedan gratificados por su servicio. Algunos autores han llegado a afirmar que en la época ramésida madura una auténtica burguesía, que arranca de la XVIII dinastía, compuesta por militares instruidos que serán transvasados a la administración, dando lugar así a un cuerpo social intermedio. Sin embargo, los jactanciosos textos de Ramsés II y III por su dadivoso carácter con respecto a sus soldados, no confirman la existencia de una nueva clase social, sino la aparición de un nuevo estrato entre los propietarios, los que gozan de pequeñas parcelas como recompensa por sus servicios militares y que no tienen consideración patrimonial por el escaso valor del suelo. La corvea, pues, puede conducir a campesinos dependientes a la relativamente privilegiada situación de pequeños propietarios. Son las ventajas internas surgidas de la construcción de un estado imperial, que acapara tierras fuera de su espacio territorial y que pone en cultivo suelos hasta entonces improductivos. Y en este orden de cosas, también resulta beneficiosa para el egipcio ínfimo la política imperialista por la masiva aportación de una mano de obra nueva que lo libera de ciertas cargas laborales.

En efecto, en el último nivel de la escala social se encuentran los esclavos, cuya situación jurídica se ha ido haciendo más compleja, conforme se hace más abundante la explotación de esta mano de obra. Un papiro de Berlín menciona un pleito por la propiedad de una esclava compartida por un particular y una comunidad. Algunos textos ratifican que los esclavos tienen derecho a la propiedad, incluso de bienes inmuebles según el Papiro Wilbour. Otros documentos afectan a la manumisión, que se puede alcanzar mediante procedimientos de diversa índole, entre los que no es el menos sorprendente el matrimonio. Incluso, poseemos algunas referencias a casas de esclavas, que deben ser interpretadas algo así como granjas de producción de esclavos. De este modo, la generalización de la esclavitud en todos los sectores productivos provoca una devaluación de la mano de obra libre no propietaria, que en ocasiones, cada vez más frecuentes, se ve obligada a venderse para poder subsistir. Sin duda, la conquista territorial y la esclavización de los prisioneros de guerra, documentado por doquier -inicialmente en el Papiro Anastasi III- incidió de forma determinante en el progresivo cambio de la estructura productiva en Egipto. Al final de la XVIII dinastía la mano de obra esclava se ha generalizado tanto que hasta individuos de humilde situación pueden hacer uso de ella, aunque sea en régimen de alquiler, según nos da a conocer otro papiro berlinés. Y ya en la XIX dinastía entra a formar parte del imaginario egipcio la armoniosa relación entre el esclavo y su propietario, como nueva referencia idílica de las relaciones de producción.

El verdadero artífice de esta nueva situación había sido el ejército. Desde el punto de vista estratégico había mejorado con la incorporación, como el resto de los estados contemporáneos, de los veloces carros, desde los que combate la aristocracia, a la usanza de los maryannu. El incremento de las unidades militares conllevaba el problema del abastecimiento, que se convierte en un tópico de la capacidad logística de los oficiales en las biografías de sus tumbas. Pero la guerra, en sí misma, alcanza un grado insólito en la ideología faraónica, apareciendo por primera vez narraciones en primera persona, como la estela de Tutmosis III en Armant, que preludian el nivel propagandístico que alcanzarán durante las dinastías XIX y XX. Para la elaboración de los relatos oficiales se hace imprescindible una nueva figura, el reportero de guerra, un escriba del ejército que tendrá como misión anotar cotidianamente su actividad. La expectativa de los soldados se deposita en el triunfo que le dará acceso a una parcela de tierra; de esta manera se estimula la participación, incluso de antiguos prisioneros convertidos ahora en tropas regulares, y se retroalimenta el ambiente imperialista. Pero el beneficio último es obtenido por la creciente nobleza que deposita su fuerza en el aparato militar y que culminará con el acceso de Herihor.

Por lo que respecta a la administración de justicia, el faraón es la principal fuente legislativa; sin embargo, los decretos reales no fueron recopilados en un código legal como los que conocemos en otras culturas. En este sentido, el documento más importante del Imperio es el decreto de Horemheb, pues no sólo nos permite percibir el ambiente jurídico del reino, sino que describe el procedimiento judicial y las penas (frecuentemente castigos corporales), que incluyen deportaciones, confiscaciones e incluso la pena capital.

Durante el Imperio Nuevo se produce un desarrollo técnico considerable en algunos sectores productivos o de dominio. Por ejemplo, es entonces cuando se introduce la fabricación del vidrio o el shaduf, una sencilla pértiga para elevar cubos de agua. El contacto con Oriente enriquece las técnicas de la guerra y el armamento. La agricultura se ve asimismo beneficiada por la aclimatación de nuevas especies, como el granado o el incienso, y se crean jardines botánicos, como el de Tutmosis III. También es un momento óptimo para el desarrollo cultural, según se desprende de la atención prestada a los libros, que se convierten en objetos de coleccionismo.

Para comprender el fin del Imperio convendría tener presente que junto a unas tendencias generales concurren unos factores coyunturales que impidieron a la estructura estatal salir adelante. Desde una perspectiva global se aprecia un proceso de desestructuración motivado por la transformación del sistema productivo hacia un régimen esclavista. El antiguo sistema redistributivo garantizado por la burocracia se muestra ahora inoperante por diversas circunstancias, entre las que se puede citar el anquilosamiento ocasionado por la heredabilidad de los cargos, pero esto es una banalidad frente a otras razones más profundas. De hecho, se constata un decrecimiento de los ingresos procedentes de los territorios conquistados, lo que provoca una recesión económica acompañada de una creciente inflación. El estado es incapaz de resolver el problema del gasto público imprescindible para mantener al ejército, a los trabajadores dependientes, el culto y las relaciones comerciales estatalizadas. El colapso económico impide las tareas redistributivas, por lo que el caos -eufemismo con el que podemos definir la insolidaridad- se apodera de las relaciones sociales y se manifiesta en la crisis política. Una vez más Egipto se había quedado sin Maat.